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Me miraba, desafiante, con las manos en los bolsillos. El desprecio se veía reflejado en sus ojos, como tantas otras veces. No había dinero, la mierda nos comía por momentos, y ninguno de los dos aguantaba más la situación. Había que luchar hasta la muerte para salir de aquel agujero. Salir o morir.
-¡Vete a la mierda! –casi escupí en su cara.
-No tienes huevos –insistió él. –Nunca los has tenido.
-Tú conduces –sentencié. –Yo me encargaré del resto.
-Como quieras –concedió tras pensárselo durante un par de largos minutos.
Nos subimos al coche y nos dirigimos hacia nuestro objetivo. Ni siquiera me molesté en abrocharme el cinturón de seguridad. Había perdido cualquier atisbo de respeto o cuidado hacia mi persona, lo que era impensable hacía un par de años.
Conducía como un loco. Siempre lo había hecho. Cuando empezamos a salir, me aterraba ir en coche con él, se saltaba los semáforos y serpenteaba entre los coches casi sin pestañear, mientras mi pánico crecía conforme el indicador de velocidad iba subiendo. Cuando nos casamos, la cosa no mejoró.
Ahora era diferente, disfrutaba más volando con el coche que con las luchas que teníamos antaño en la cama. La velocidad, el peligro, las miradas de pánico de la gente que se cruzaba con nuestro coche, todo aquello disparaba la adrenalina en mi sangre y me hacía sentir viva, quemando todo el odio que había acumulado en mis venas durante aquellos años.
Los insultos se convirtieron en palizas, pero ciega, dejé que él me arrastrara al inframundo en el que había caído. Drogas, robos, armas, y el dolor de dos vidas rotas. "Lo que no te mata, te hace más fuerte", decía la gente y, lejos de matarme, todo aquello me había convertido en algo sorprendentemente fuerte.
-Es la última vez que te hago el trabajo sucio –le dije en cuanto aparcó frente al banco. –Después me largaré.
-Si te largas te mato –dijo con una extraña sonrisa. –Te necesito, no dejaré que nadie se aproveche de tus habilidades. Alguien tiene que traer droga a casa.
-¡Cállate! –dejó de reír y me miró con odio.
-Vamos, pequeña –se acercó a mí y me besó, como hacía antes, cuando aún me dejaba engañar. –Sabes que te quiero.
-Ya –contesté. Saqué la pistola de la guantera y, sin siquiera mirarle, la metí rápidamente en el bolso mientras salía del coche.
Ni siquiera me molesté en cubrir mi cara, como hacía antes. Quería que todo el mundo viera mi rostro, y que las cámaras de seguridad grabasen el brillo de la locura y el mono en mis ojos. Ah, el mono. Hacía un par de semanas que había dejado de drogarme, desde el día en que abrí los ojos y la realidad de mi propio odio me dio las fuerzas para aguantar la abstinencia.
Todo fue muy rápido. Intercambié un par de frases con el pobre muchacho que había tenido la mala suerte de estar en el banco en el momento en que yo iba a robarlo. Disparé unas cuantas veces y volví a llenar el cargador, llené las bolsas a toda velocidad y salí de allí antes de que nadie fuera capaz de avisar a la policía.
-Arranca –dije en cuanto me subí al coche, tirando las dos enormes bolsas al asiento trasero.
-Me has dejado impresionado –dijo mirándome con los ojos muy abiertos, aunque no pude adivinar si era producto de las drogas o de la admiración. –Has roto el ranking.
-¡Que arranques! –grité apuntándole con la pistola.
-Estás loca –soltó una risotada y salimos de allí dejando una marca de neumáticos en el asfalto, y un chirrido flotando en el aire.
Condujo durante unos cuántos kilómetros, hasta nuestra pequeña guarida, en medio de un bosque que, a su vez, estaba en medio de la nada. Bajamos del coche y yo saqué las bolsas.
-Veamos qué me ha traído mi princesa –sonrió, mientras empezaba a abrir una cremallera.
-Seguro que te gusta mi regalo –sonreí con ganas, intentando no reírme aún.
-¿Qué coño es esto? –me miró con incredulidad, parecía que los ojos iban a salírsele de las cuencas.
-Tu puto regalo –espeté con una mano en la pistola. Estaba loco y convenía andarse con cuidado.
-¡Maldita sea, esto es papel! –abrió la bolsa que quedaba, y sacó un montón de papeles doblados y atados como si fuesen fajos de billetes. -¿De qué coño vas?
-Oh, me habré confundido de bolsas –puse los ojos en blanco, haciéndome la despistada.
-Te vas a enterar, ¡maldita zorra de mierda! –se levantó y, cegado por la rabia, se abalanzó sobre mí. Por suerte, pude apartarme a tiempo, y no pude evitar reírme a carcajadas cuando lo vi caer al suelo.
-Eres un mierdas –seguí riéndome. –Ni siquiera te tienes en pie.
-Te voy a matar –dijo entre dientes mientras intentaba levantarse del suelo fangoso.
-Qué va, cariño –le miré con atención. –Hace muchos años que me mataste. Con las putas drogas, las palizas, las mentiras, el odio, con todo eso. Ya estoy muerta, cielo.
-Estás loca, hija de puta –me vio sujetando la pistola, y un reflejo de miedo pareció cruzar sus ojos sin vida. –No tienes huevos.
-Vaya, es la segunda vez que oigo eso hoy –sacudí la cabeza. –Has sido muy malo, y tendrás tu castigo.
-¿Te crees que no irán a por ti cuando vean los cadáveres en el banco? –amenazó.
-No hay cadáveres, mi amor –me reí de nuevo. -¿O te crees que fui yo sola quien metió los papeles en las bolsas? Soy buena, cariño –me acerqué y le acaricié el mentón con el cañón de mi pistola, -pero no tanto.
-Zorra –fue lo único que acertó a decir. –No tienes huevos para meterme una puta bala.
-Te meteré tres putas balas –dije imitando su voz. –Está todo atado. Mi avión sale dentro de dos horas, me voy lejos, a empezar de nuevo, donde no estés tú. Aunque, ahora que lo pienso, tú no estarás en ningún sitio –volví a reír.
-Estás loca. Te buscarán.
-Puede que esté loca. Pero, ¿de verdad crees que alguien se va a preocupar porque aparezca muerto un drogata de mierda? –me reí histéricamente. –Se acabó esta mierda. Se acabó.
Consiguió levantarse y se abalanzó contra mí. El sol, que ya caía, provocó que la hoja del puñal que sujetaba lanzara un destello, previniéndome de lo que intentaba hacer. Sin vacilar, con la vista fija en sus ojos, disparé.
Un disparo. Dos disparos. Tres disparos.
Metí tres balas en aquel cuerpo que llevaba años muriéndose, y guardé la pistola en mi bolso. La tiraría al río al salir de la ciudad, ya no iba a necesitarla más.
Rodeé el cuerpo de mi marido y me subí al coche. En el maletero, estaban las bolsas de dinero que sí había robado, mientras el pobre chaval del banco me preparaba los papeles, la noche anterior. A estas alturas ya se habrían dado cuenta. Arranqué y salí tranquilamente a la carretera, mientras pensaba que, al menos, esta vez no había muerto nadie inocente.